domingo, 17 de enero de 2016

ENTREVISTA CON DEIDRE SHAUNA LYNCH

De la sinopsis de LOVING LITERATURE:

Una de las mayores acusaciones que se le hacen a los críticos de la literatura es que en realidad no "aman" los libros. Es fácil refutar una afirmación así, pero hay una pregunta fundamental que queda sin responderse: ¿Acaso deberían?

ENTREVISTA CON DEIDRE SHAUNA LYNCH

ANDRÉS LOMEÑA: Su libro Loving literature es una historia que se remonta a los estudios literarios de los siglos XVIII y XIX. ¿Cuál fue su primer amor, o su amor a primera vista, para escribir esta obra?
DEIDRE SHAUNA LYNCH: Loving Literature tiene múltiples orígenes, pero muchos tienen que ver con mi trabajo en clase. Por ejemplo, suelo impartir una asignatura sobre Jane Austen, cuya obra, especialmente en el último siglo, ha provocado tanto entusiasmo que la palabra “janeita” se acuñó para nombrar a la más entusiasta de las devotas de una autora canónica a la vez que popular. En mi primera clase sobre Austen siempre digo a los estudiantes que uno de nuestros proyectos será explorar la relación entre “estudiar a los autores” y “amar a los autores”; además, los prevengo contra la presunción de que esas dos tareas no puedan ser actividades complementarias o contra la idea de que haciendo lo primero estás acabando con lo segundo.
Al mismo tiempo, doy clases de literatura sobre una etapa anterior a que Austen publicara sus novelas, algo que el público general vio durante mucho tiempo como el más desapasionado de los siglos, una especie de terra incognita. La literatura del siglo XVIII, tal y como admitiría la mayoría de los especialistas de ese periodo, puede ser difícil de vender a los estudiantes: está situada en el intervalo de la historia literaria inglesa que va desde los siglos XVI y XVII, la era de Spenser, Shakespeare y Milton, hasta el periodo romántico, que tiene autores de la talla de Wordsworth, Keats y la propia Austen. El contraste entre las expectativas que tienen los estudiantes con mi clase sobre Austen y las que tienen con mi clase sobre literatura inglesa del XVIII es algo muy llamativo. Ese periodo es escaso en poesía lírica: buena parte de la escritura es sátira y cae en lo grotesco más que en lo bello o lo sublime. Las novelas no parecen lo que deberían ser para aquellos lectores que están pensando en George Eliot o Henry James como los autores que definen el género. Puede que los profesores de ese periodo sean más proclives a decidir que el amor no puede ser toda la historia de nuestra relación con el pasado cultural. Dicho de otra manera, los estudiantes que llegan a las clases sobre el siglo XVIII son los que aprenden que se pueden hacer otras cosas con los textos además de sentirse identificados con ellos. Al final aprenden que la identificación no es el único motivo posible para la admiración.

A.L.: Si la he entendido bien, su obra muestra la dicotomía entre placer y profesionalización y cómo los estudios literarios tratan de definirse a sí mismos para alcanzar una objetividad ilusoria.
D.S.L.: No creo que esté de acuerdo en que la profesionalización y el placer se manifiesten como una relación dicotómica. Diría que se trata, más bien, de una relación dialéctica. En la investigación de este libro aprendí que, durante los dos últimos siglos, muchas de las figuras fundadoras de los estudios literarios ingleses han sido, a su manera, lo que la cultura sentimental del XVIII llamó “hombres sensibles”. Desde el poeta Thomas Warton, los historiadores literarios han reconocido e incluso disfrutado de la paradójica forma de invertir su trabajo intelectual en escritos imaginativos y llenos de pasiones cuya naturaleza consiste en apartar las demandas del intelecto.
También creo que los profesionales experimentan mucha envidia por lo amateur. Por ese motivo, aunque no es el único, los lectores profesionales gastan mucho tiempo pensando en los procesos cognitivos implicados en la lectura profana. Ian Reid (Wordsworth and the Formation of English Studies) escribe sobre la alargada sombra que proyecta la poesía de Wordsworth en la educación literaria anglo-americana de finales del XIX. Al igual que Wordsworth, cuyos célebres lamentos reflejan la pérdida de la infancia y de la forma inocente de ver (como el “esplendor en la hierba” de su oda a la inmortalidad), los profesionales sienten nostalgia por la relación que tenían con los libros antes de un entrenamiento profesional en el que la crítica y el escepticismo es la actitud afectiva requerida. Para ciertos profesionales la nostalgia podría ser una forma de definirse como auténticos profesionales, sobre todo en una disciplina que con frecuencia ha tenido problemas para establecerse como una disciplina “apropiada” (por ser una de las “zonas erógenas” de la universidad).

A.L.: Aún recuerdo que algunos profesores decían de otros académicos que no sabían amar la literatura porque estaban más enamorados de Derrida o Foucault que de Cervantes o Shakespeare. Antoine Compagnon llamó a este fenómeno el demonio de la teoría… y a mí ese demonio me visita a menudo: a veces tengo más interés por leer las investigaciones literarias de Stephen Greenblatt que por leer una buena novela. Es más, tengo cada vez más dificultades para leer ficción y más interés por leer teoría. Es como si la crítica literaria obstaculizara el placer por la lectura. ¿Cómo nos enfrentamos a esta ambivalencia?
D.S.L.: Cuando yo era estudiante también escuché la misma cantinela sobre cómo el postestructuralismo (y más tarde los estudios culturales) conjuraba el final del amor por la literatura. Lo maravilloso de tu pregunta es que al admitir esa fascinación por la teoría y la crítica, también estás repudiando lo que algunos comentaristas (normalmente conservadores) parecen asumir, a saber, que la teoría era solamente para tecnócratas egoístas con el corazón helado. Ese prejuicio no encaja con el ardor y la devoción de aquellos enamorados de la teoría a los que he conocido, incluyéndome a mí.
Volviendo a mi respuesta anterior, diría que hay algo de nostalgia en la anécdota sobre tu relación con la lectura de ficciones, como si la madurez trajera necesariamente la pérdida de la pasión. Yo me suelo enamorar de los textos que enseño una y otra vez porque adoro lo que mis estudiantes aman (es un extraño triángulo amoroso). Espero que haya disponibles innumerables tipos de placer en la lectura y que, si perdemos los placeres “inocentes”, al menos ganemos la capacidad de experimentar otras formas de placer.

A.L.: Me gustaría aclarar su tesis sobre aquellos que ayudan a definir el canon en la historia de la literatura. Sostiene, según creo, que el canon literario se construyó mediante una relación específica con la literatura. Por ejemplo, algunas novela góticas se estructuraron como una elegía sobre la muerte de la literatura. ¿Cómo explicaría esa difícil relación entre nuestro amor hacia la literatura y la construcción de un canon supuestamente objetivo? En la actualidad no hay un verdadero canon, quizás porque el feminismo o la teoría queer son anti-hegemónicos y no quieren contribuir de ninguna forma a una nueva hegemonía.
D.S.L.: El canon siempre conlleva la idea del pasado: Samuel Johnson dijo que la prueba del tiempo era lo que se necesitaba para ver si las obras tenían realmente algún valor literario. Las ideas de canonicidad y las ideas sobre la muerte han estado entrelazadas. Las novelistas góticas inglesas de finales del XVIII y principios del XIX (muy alejadas del canon porque practicaban un género muy cuestionado en aquella época) encontraron formas increíbles de explotar esa asociación. Tienes razón al sugerir que hoy en día la misma noción de canonicidad se ha visto socavada de muchas maneras (esta es solo una respuesta parcial a tu maravillosa pregunta, pues necesitaría todo un libro para responder adecuadamente). Mi suposición es que este cambio no es tanto una consecuencia del empuje anti-hegemónico de las teorías actuales como de Internet, donde están disponibles tantos y tantos textos digitalizados, lo que opera como un gran igualador de las antiguas jerarquías. Las tecnologías del siglo XXI que nos permiten ir de un texto a otro con hacer un click erosionan las fronteras entre los textos. Geoffrey Nunberg dijo hace mucho tiempo que para movernos entre documentos web no necesitamos ninguna diferencia material entre el enlace que nos lleva al siguiente capítulo y el enlace que nos lleva a un capítulo anterior o a un comentario crítico, incluso si esos textos enlazados están colocados en diferentes páginas.

A.L.: ¿Qué piensa del extraño amor de las humanidades digitales por la literatura? Algunos humanistas digitales se definen como analistas cuantitativos literarios [literary quants].
D.S.L.: No estoy segura de que los humanistas digitales sean “quants”, aunque generalmente es la manera que tienen de presentarse a sus superiores para obtener subvenciones. Algunos académicos como Andrew Piper, director del .txtLab de la Universidad McGill de Montreal, han expresado un asombro sincero ante lo que les han revelado sus investigaciones sobre una parte de la literatura del pasado. Estoy convencida de que la valoración de lo estético también puede prosperar en esas comunidades académicas. El cambio de escala no tiene por qué eliminar ninguna relación afectiva. De hecho, Piper ha defendido que la lectura atenta y la distante no deberían ser categorías binarias, sino que ambas pueden integrarse en nuestros modelos críticos.

A.L.: Me quedo con la duda de si son viables las relaciones poliamorosas en la literatura.
D.S.L.: Lo malo de leer un gran libro es que en algún momento, para llegar al final, tienes que abandonar otras obras.

17 de enero de 2016
Andrés Lomeña